En
mis cada vez más frecuentes ratos de soledad, me he planteado a menudo la
siguiente disyuntiva: si escribimos porque estamos solos o estamos solos porque
escribimos. Yo creo que es un privilegio y una tragedia tener a veces como
único amigo el papel, pero no me negarán que existen secretos que jamás nos
atreveríamos a confesar a nadie. De ahí nace, supongo, la fabulación. Contamos
un cuento para hacer más llevadera una realidad demasiado paranormal, para
deshacer el nudo de un complejo, para hablar con un montón de gente a solas o,
sencillamente, para probar una vida que no hemos vivido.
Resumiendo, un cuento es la forma
más directa de decir te quiero. Por eso he querido dedicar no un relato, sino
un libro entero a dos amigos que ya no están. Ambos alicantinos. Ambos heridos
por la misma espina de la literatura: una, bibliotecaria; el otro, voluntario y
lector empedernido. Nunca se conocieron en vida —al menos que yo sepa—, pero
ahora comparten dedicatoria.
Tendrán que leer la obra si quieren desvelar
este y otros misterios, pero al menos les dejaré con algunos datos. Lo primero,
el título para que vayan familiarizándose con él: Trece rosas negras. Ha apostado por mí una editorial de Murcia
llamada Tres Columnas. Le agradezco la oportunidad que me brinda porque supone
publicar mi cuarto libro, el tercero de relatos.