«Los detalles lo son todo». Es la frase que Sergio G. Ros pone en boca del detective Vargas, uno de los personajes más carismáticos de su novela
El ladrón de compresas (Amazon, 2011).
Curioso y llamativo título, como lo fuera en su época
El reinado de Witiza (Ediciones Destino, 1968) de Francisco García Pavón. Ambos autores tienen tal querencia por los senos que cabría preguntarse si no quedaron traumatizados por
Amarcord de Fellini (1973). Aunque parezca mentira, García Pavón confecciona un catálogo de tetas en su novela. Sergio G. Ros, en cambio, nos regala el personaje de Susana Ruiz. Muchas son las alusiones a sus «lolas» a lo largo de las páginas, detalle que rebaja un poco el dramatismo de la trama.
Sofía Jiménez, una estudiante universitaria, es secuestrada al salir de la facultad. La policía tiene una sola pista: un video grabado accidentalmente y recibido por un antiguo amigo. La agente Ruiz, ayudada por Vargas y el aprendiz Eduardo Cortés, intentará esclarecer el caso.
Que Sofía narre en primera persona su secuestro es un hallazgo espeluznante del autor, pero no el único. También lo es reflejar la lucha de poder entre policías por lograr un ascenso, no por liberar a la rehén. En este sentido, Mulero es un agente muy cualificado pero con un ansia desmedida de reconocimiento. Representa la dualidad humana que tan bien expusiera Robert Louis Stevenson en su inmortal clásico.
Pese a utilizar una prosa desenfadada,
El ladrón de compresas indaga en la corrupción moral del individuo y advierte de la existencia del mal en estado puro. Uno no sabe a quién temer más: al psicópata abandonado a sus instintos o al policía borracho de triunfo.
Si afina en la puntuación de sus diálogos, Sergio G. Ros se convertirá en pocos años en un excelente narrador de intriga y misterio. Por lo pronto, a un servidor El ladrón de compresas le ha mantenido en vilo hasta el final. Pocos escritores pueden presumir de eso.