Pongamos que se llama Juan Antonio y que su deseo es escribir un cuento.
Se pone a ello con la mayor ilusión posible y, gracias a las técnicas aprendidas en el taller, espera escribir algo que merezca la pena. Incluso genial si las musas están de su parte.
Miles de temas parpadean en la mente de Juan Antonio como estrellas en la noche. Casi todos están tan trillados como las canciones de Camela. No se inspira. Se levanta, agarra la botella de ron y prepara un cubata. A la tercera copa, apaga el ordenador y se va a dormir.
Al día siguiente, se encuentra en la biblioteca a Narcís. Escribe de manera febril en su portátil. Parece que no tiene problemas de inspiración. De hecho, es como si estuviera en trance. ¿Será cosa del aloe vera? Decide no molestarle.
A mitad de semana, entra en pánico. Aún no ha escrito ni siquiera una línea y la clase del viernes se acerca. Es la última y, claro, le gustaría impresionar. Mientras saca a pasear a la perra, coincide con Paco. Decide sondearlo para ver cómo lo lleva. «Estoy con un narrador omnisciente —dice entusiasmado—, pero repartido en pequeños narradores equiscientes a la manera de Virginia Wolf.» Juan Antonio trata de aparentar serenidad mientras recoge una deposición de su mascota y se la guarda en el bolsillo. Luego se despide.
Después de muchos intentos, Juan Antonio pone punto final a una historia. Está orgulloso. Entonces acude a su mente la voz de la profesora Grant diciendo: «Buscáis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar. Con sudor». Rompe el cuento en mil pedazos. Muerto de vergüenza, la víspera de la clase copia y pega un cuento primerizo de Juan José Millás.
Tras leer el cuento en voz alta, la profesora del taller le pregunta por el cambio que experimenta el protagonista. «Ni repajolera idea», responde. Tanto se alegra de que la crítica le haya llovido a Millás.