Aquel
viernes debía resolver unos papeles sobre la transmisión de una sepultura, de
modo que subí resignado al autobús. Una vecina del barrio me atrapó en su
monólogo: imposible avanzar o retroceder en aquella lata de sardinas. Comprendí
con horror que me quedaba una hora de monosílabos adormecidos.
En la avenida Aguilera, a la altura del teatro Arniches, montó un caballero con ganas de gresca. Llevaba esperando una eternidad y estaba convencido de que habían suprimido un coche. El conductor se revolvió como si le hubiera picado una avispa. «Llame a la empresa y no me toque las narices», fue lo más bonito que le dijo. Aproveché la coyuntura para huir cobardemente de la vecina.
Los ánimos estaban crispados. Alguien se atrevió a reprochar al caballero que sus gritos le habían herido los tímpanos. El hombre escupió que se pusiera tapones. No era otra que mi vecina. Una abuela dijo: «Éramos pocos y parió la abuela».