miércoles, 13 de febrero de 2019

AZUL


Es una mañana de junio, ya aprieta el calor. Alfredo Múgica ha llegado caminando, como todos los días, hasta la plaza Mayor del Raval. Ahora descansa en un banco a la sombra. El paseo no es azaroso. Le recuerda un amor de juventud que, con el paso del tiempo, se ha ido agrandando hasta convertirse en mito. La chica mantiene su belleza intacta en la memoria del viejo. Los ojos azules que le sedujeron, los labios generosos que dibujaron delicias en los suyos, las manos infantiles que le acariciaron. Nunca quiso a nadie tanto en su vida, ni siquiera a su esposa.
     Pasa un vecino, saluda a Alfredo. Cruzan unas frases. En cuanto se queda solo, vuelve a sumergirse en el pasado. Solía citar a la novia en la plaza a eso de las cinco de la tarde. Los sábados. Entre semana, preparaba unas oposiciones a maestro que ganó.
     Una mujer empuja un carro de niño, lo cual carecería en absoluto de importancia si no fuera porque Alfredo reconoce algo familiar en ella que no sabe muy bien de dónde surge. Le resta importancia, sigue a lo suyo. Azul se llamaba su novia, pero era mentira. El apodo le venía de un paseo que dieron por una playa de Guardamar. La chica dijo que le gustaría reencarnarse en una sirena y él la rebautizó.
     Una tarde, poco antes de que Alfredo iniciara el servicio militar, se disgustaron. En vano esperó una carta o una postal durante los trescientos sesenta y cinco días de servicio a la patria. A su regreso, bajó a la plaza de siempre. No estaba. Preguntó por ella a los ancianos y los niños. Nadie sabía darle razón. Hasta que una vendedora de rosas, al contemplar su foto, sonrió con malicia. Al padre, que era guardia civil, lo habían trasladado a una ciudad del norte.
     La mujer ocupa el banco de enfrente. Desata al niño, que corretea por la plaza sin orden ni concierto. Cuelga las gafas del escote. Levanta la vista hacia Alfredo. Este se lleva la mano a la boca. Ojos azules, labios generosos, manos infantiles. El vivo retrato de su madre.
     «¿Le ocurre algo, oiga?», pregunta la mujer con voz trémula. Al no recibir contestación, recorre los escasos metros que los separan. Cuando se inclina, muestra sin querer sus delicados senos. Él sencillamente no puede articular palabra.
     La mujer lo acompaña al bar, pide un café cargado. No, mejor un coñac doble. Una cerveza para ella. El niño lame un corte.
     Después de un rato, Alfredo habla por los codos. Parece un hombre tintero, antiguo por fuera, rejuvenecido por la oportunidad de contarle la historia a otra persona. A la propia hija, nada más y nada menos. La mujer no puede reprimir unas lágrimas.
     Él interpreta lo peor.
     Ella añade inmediatamente: «Tranquilo, aún vive en Bilbao». Y trata de sonreír.
     El cielo ha comenzado a cubrirse de objeciones, uno de esos chaparrones veraniegos. Se despiden con la promesa de que no perderán el contacto. Antes de salir del bar, ella gira la cabeza. Observa al viejo, que apura el coñac. No tiene ni idea de por qué lo ha hecho: poco menos de un mes que la enterraron.

Tres Columnas, 2018

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