Mi padre sigue vivo en algunas de las palabras que empleaba deformándolas a su gusto o dándoles un sentido muy peculiar. Cuando menos lo espero, iluminan mi memoria como una lluvia de estrellas en el cielo nocturno.
Cada cual tiene una forma de hacer las cosas y todas son válidas mientras no molestes a nadie. Él llamaba «estilacho» al estilo propio de cualquier individuo.
Hablando de tareas domésticas, recuerdo que, intentando dotarlas de una aureola épica, las bautizaba con el nombre de «operaciones». De este modo, masillar una pared se convertía en poco menos que una manifestación artística.
Otro término que utilizaba con cierta frecuencia para referirse a un coche pequeño era «cochinto». Me doy cuenta emocionado de que José Antonio López Quinto, al darle la vuelta al idioma, estaba forjando neologismos sin saberlo.
Solía adoptar posturas bastante radicales. Por ejemplo, Raphael le parecía «ful», es decir, una mierda. Miguel Delibes, en cambio, se le antojaba el mejor escritor de la historia.
Tenía en común con el cantante más de lo que creía, pues siempre fue un teatrero. Si le preguntabas qué tal se encontraba de salud, respondía invariablemente «fatal». El mundo de la interpretación ha perdido a un gran dramaturgo.
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