Cuando España ganó el Mundial de
Baloncesto de Japón en 2006, mi hijo apenas contaba dos años. Pasaba unas
vacaciones en Peñíscola con mi familia y disfruté el encuentro en una pantalla
gigante que habían habilitado en el vestíbulo del hotel. Han transcurrido trece
años de aquella gesta que hoy se repite en China para convertirnos en
Bicampeones del Mundo.
Los
actores han cambiado. El entrenador ya no es Pepu Hernández sino Sergio
Scariolo. Solo quedan en plantilla Marc Gasol y Rudy Fernández. Sin embargo, la
diferencia fundamental es otra. Aquel grupo de 2006 jugaba un baloncesto de
dioses. Sus cómodas victorias de treinta puntos no eran de este planeta. El
grupo de 2019, en cambio, ha logrado triunfos más ajustados y, en ese vía
crucis deportivo, se han convertido en humanos. De ese sufrimiento, ha surgido
una lección de vida: jamás rendirse, nunca tirar la toalla.
Pocos
apostaban por España. De hecho, ni siquiera partía como favorita en las quinielas.
Durante la primera fase de grupos, la selección dio muestras de una fragilidad
alarmante. Parecía aún en gira de preparación. Algún periodista llegó a
escribir que acabaría siendo la gran decepción del Mundial. El partido ante
Italia fue el gran revulsivo que Ricky, Marc, Llull, Claver y Rudy necesitaban
para carburar al máximo. Luego vinieron los Serbios, una auténtica apisonadora
que acabó probando un poco de su propia medicina. Vencimos a Polonia y llegamos
a la semifinal con Australia. Esta fue la verdadera final del torneo.
Necesitamos dos prórrogas titánicas para doblegar a un equipo que siempre fue
por delante en el marcador.
Argentina cayó con honor ante una España superlativa en la final del 15 de septiembre de 2019. La clave, el esfuerzo colectivo. Ahora que nadie duda de nuestra hazaña, Marc Gasol se permite un tirón de orejas: «Si algún día perdemos, a ver si también apoyáis».
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