Desde la muerte de mi padre, íbamos cada vez menos. Como sabíamos que este sería el último verano, convocamos una reunión familiar urgente para informar a mis hijos de que pasarían una semana en el pueblo. Las protestas no les sirvieron de nada.
Entre el 13 y el 20 de julio, disfrutamos de unas merecidas vacaciones en la casa donde vivieron Angelita y su marido Juan. Mi tío era un lobo solitario que, durante su tiempo libre, practicaba el ciclismo y la pesca. Por cierto, murió cuando su bicicleta fue arrollada por un camión. Mi tía le sobrevivió muchos años en el transcurso de los cuales nunca faltamos a nuestra cita veraniega con los aires de Guardamar, que, según decía henchida de orgullo, sanan cualquier dolencia.
Mi ánimo, en permanente estado de despedida, se me antojaba una metáfora de la desmemoria de mi madre. El último desfile multicolor, las últimas brazadas en el mar, los últimos paseos por la pinada, los últimos encuentros con amigos y familiares. Hubo una fiesta en la calle para celebrar la Virgen del Carmen que sirvió para ahuyentar la melancolía. Las vecinas sacaron una mesa repleta de viandas. Rosarito, Carmen la de Barcelona, su marido, la Bisba… Los guardamarencos, atraídos por la alegría, se paraban a hablar sobre lo humano y lo divino. El tiempo, por fin, se había detenido en un instante eterno.
Todos desempeñamos nuestro papel durante aquella semana. Mi hijo cocinó. De lo contrario, habríamos muerto de hambre. Mi hija escuchaba: es una buena psicóloga. Yo empecé a empaquetar una vida entera en cajas de cartón, pero abandoné a su suerte la reliquia de la televisión. No la quieren ni en un museo.
Un mes después, el 23 de agosto de 2023, firmamos la escritura ante notario. Hacía un calor sofocante. Como si fuera un capricho del destino, la compradora, mi prima, se llama igual que la vendedora: Carmen Rastoll. Antes de abandonar la notaría, mi madre le preguntó con desparpajo por el piercing que adorna su nariz.