Quien no se haya enamorado alguna vez de la profesora de naturales o de la compañera de instituto, que tire la primera piedra. Sin embargo, pocas veces ese primer amor resiste el paso del tiempo. Si lo hace, quizá esté condenado a convertirse en el amor disfrazado de amistad que tan bien retrata Manuela Maciá en Eternamente Helena (Juan Gil-Albert, 2009).
Dice el escritor Germán Sánchez Espeso que «lo terrible de los deseos de la infancia es que casi siempre se cumplen». En la novela que nos ocupa, el joven Cirilo se enamora de Helena como un besugo. Cuando ella se fija en Ricardo, el único amigo de Cirilo, este se conforma con fingir una amistad que lo deja «solo, completamente solo ante aquel amor viejo y nunca gastado».
Además de su obcecado silencio amoroso, Cirilo calla a todo el mundo su vocación literaria. Al principio, cede al deber de convertirse en un abogado de provecho. No tardará en alumbrar en secreto su primer libro de poemas, que envía a la editorial de Octavio Escudero bajo el seudónimo de Daniel.
Ojalá existieran más editores como Octavio, que la autora define como un «enamorado de la poesía». La literatura dejaría de ser un negocio de churros para hacer justicia a tanto genio en la clandestinidad.
Me he sentido hechizado por el lenguaje que Manuela Maciá despliega en esta novela, ansioso por conocer el final y, al mismo tiempo, retrasándolo al máximo. Uno llega a simpatizar con el personaje de Cirilo, que representa al soñador que habita en nosotros, y acaba odiando al personaje de Helena por estar o por querer estar tan ciega. Ni las vírgenes merecen tanta devoción.