La tarde olía al primer frío del invierno. Bajaba sin prisa por la Avenida de Alcoy hacia Mil historias y un café, el local donde presentábamos Trece rosas negras. Después de una mañana inestable, la calma misteriosa que precede a la tormenta flotaba en el aire como una pregunta.
Antes de quitarme la chaqueta, ya había dado la bienvenida a varios amigos y familiares. Luego pedí a Stephen, centinela de la barra, algo para la sequedad del gaznate. Alguien me sugirió un whisky, pero preferí agua de momento.
No se me ocurrió llevarle otro botellín de agua a Conchi Agüero, la presentadora del acto. Cosas de los nervios. La editorial dijo unas brevísimas palabras. Una rosa negra presidía la mesa.
Dicen quienes acudieron que fue una velada entrañable, que a la presentadora y a mí se nos veía a gusto. Es cierto. Incluso me permití soltar alguna pequeña broma. Conchi utilizó un registro coloquial para diseccionar un buen número de relatos con paciencia de entomóloga. Luego vino el turno de preguntas y la lectura de un cuento: «Besos lúgubres».
Durante los autógrafos, aproveché para conversar con algunos de los asistentes. Fuera llovía a cántaros. Se acercaron a la mesa amigos de la Facultad, primos, padres de alumnos, colegas de profesión, escritoras… Una presentación es un hervidero de historias, pero eso formará parte del siguiente libro.
Nadie me dará nunca un abrazo tan conmovedor como el que me dio Manuel Cado. Y eso que aún no nos habíamos ido de farra. Entonces me sentí un hombre afortunado.