Una noche de copas, alguien me dijo que Pantaleón y las visitadoras (Seix Barral, 1973), de Mario Vargas Llosa, narraba la peripecia de un grupo de putas que son contratadas por el ejército peruano.
Ese alguien no me avisó, sin embargo, de que las aventuras del capitán Pantaleón Pantoja iban a ser tan divertidas y a la vez tan humanas. De hecho, aún no he decidido si es un «pelotudo angelical o un cínico de la gran flauta».
Requerido por sus superiores, el capitán Pantaleón es informado de que viajará a Perú, concretamente a Iquitos, en plena selva del Amazonas, para hacerse cargo de una peligrosa misión. Se trata de crear, en el más estricto secreto, un servicio de prostitutas para evitar que los soldados sigan pasándose por la piedra a todo lo que lleva faldas.
La inicial repugnancia de Pantaleón hacia el mundo de la noche y las mujeres de vida alegre, se transforma, a través de un estricto sentido del deber, en una inspección meticulosa de cada una de las chicas que conforman su burdel ambulante, bautizado como Servicio de Visitadoras. Incluso termina enamorándose de una, apodada La Brasileña, que pone en fuga a la mujer y la hija recién nacida del militar.
Muy originales resultan las formas que adopta la narrativa de Vargas Llosa en esta ficción. Cartas, diálogos cruzados, partes informativos del ejército, memorias radiofónicas, crónicas periodísticas. Sin embargo, detesto las largas acotaciones con que el Premio Nobel tortura a sus desprevenidos lectores.
Un mar de ideas sugieren las páginas de esta descacharrante novela, pero una sobresale por encima de las demás: que el oficio más viejo del mundo es tan digno como cualquier otro. A quien no le pique, que tire la primera piedra.
La inicial repugnancia de Pantaleón hacia el mundo de la noche y las mujeres de vida alegre, se transforma, a través de un estricto sentido del deber, en una inspección meticulosa de cada una de las chicas que conforman su burdel ambulante, bautizado como Servicio de Visitadoras. Incluso termina enamorándose de una, apodada La Brasileña, que pone en fuga a la mujer y la hija recién nacida del militar.
Muy originales resultan las formas que adopta la narrativa de Vargas Llosa en esta ficción. Cartas, diálogos cruzados, partes informativos del ejército, memorias radiofónicas, crónicas periodísticas. Sin embargo, detesto las largas acotaciones con que el Premio Nobel tortura a sus desprevenidos lectores.
Un mar de ideas sugieren las páginas de esta descacharrante novela, pero una sobresale por encima de las demás: que el oficio más viejo del mundo es tan digno como cualquier otro. A quien no le pique, que tire la primera piedra.