sábado, 16 de marzo de 2013

TE QUIERO, TÍO

 
     La última vez que a Carlos se le ocurrió estrechar lazos con su padre, no fueron a pescar como siempre.
     Fueron al cine.
     Carlos estaba harto de que sus aficiones no se tuvieran en cuenta a la hora de escoger la actividad a compartir. A él lo que le apasionaba era el cine. En los últimos años podían contarse con los dedos cortados de una mano las veces que padre e hijo habían quedado a pasar la tarde, y siempre le tocaba ver un partido de fútbol o salir a pescar. Pero ya estaba bien. Aquel abuso se iba a terminar. Se lo expuso de manera sucinta:
     —Papá, es gratis.
     —De acuerdo, hijo.
     La semana anterior, la mujer de Carlos había ganado un par de entradas por la compra de productos de cosmética. En realidad, por ese precio le podían haber regalado perfectamente un viaje a la luna.
     El primer escollo estaba salvado. El segundo acababa de empezar. Había que elegir película. El vestíbulo del cine estaba atiborrado de palomitas humanas, una de esas raras especies que se forman por mutación. Mastican ruidosamente, y jamás se enteran de la película. Un sudor frío recorrió la espina dorsal de Carlos cuando su padre hizo el siguiente comentario:
     —¿Es que esta gente no cena en su casa?
     —Deja en paz a la gente y dime qué quieres ver.
     El veterano en miles de batallas, surcada la frente por arrugas más profundas que el infierno, no tuvo más remedio que reconocer que un miserable folleto con la programación de quince salas le estaba venciendo.
     —¿Es que en este cine no echan películas de Pajares y Esteso?
     Carlos supo entonces que se había equivocado al arrastrarle al cine, que había sido un capricho infantil, pero ya era tarde para echarse atrás. Tendría que decidir él por los dos.
     —Aquí hay una película interesante. Una comedia.
     —Ni hablar.
     —Pongámonos a la cola, y mientras tanto decidimos.
     La cola, en otros tiempos eterna, se disolvió rápidamente y la cajera les taladró con la mirada. Carlos y su padre no se ponían de acuerdo.
     —¿Es de maricas?
     —Trata sobre la amistad entre hombres.
     —No sé, no sé…
     —Otro día vemos una de Pajares y Esteso, que hay prisa.
     Carlos, sin saberlo, estaba vengándose por todos los partidos de fútbol y las tardes de pesca. Necesitaba salirse con la suya. Su padre cedió a regañadientes.
     —Porque tenemos entradas gratis, que si no… Dos butacas, señorita.
     —¿Para qué película? —dijo la cajera aún más fastidiada ante la visión de aquellos vales.
     —«Te quiero, tío» —anunció satisfecho Carlos.
     —¿No será de maricas? —repitió angustiado el hombre, ya dentro de la sala de proyección.
     Aquella era la película ideal para ver con un padre de cincuenta, pero no con uno de setenta. Lamentablemente, los padres no se eligen. Carlos suspiró. Su mente voló, con treinta años largos, a otra sala de cine con un hombre más joven que le abrazaba a la luz de la oscuridad. Tenía seis años. Era el estreno de «Superman».
     Se espabiló gracias a un antropófago de las palomitas. Sin querer, Carlos había echado una cabezada. Demasiadas emociones. En la gran pantalla, dos tipos en plena cogorza renegaban de las mujeres. Al reparar en la butaca vacía, no se angustió, pues su padre toma cierto medicamento que dispara las aguas menores. Empezó a inquietarse al cabo de un cuarto de hora.
     Salió al vestíbulo desierto con aire de niño perdido. Carlos interrogó a una azafata extranjera. No recordaba haberle visto acompañado, y menos por un viejo testarudo. Registró los aseos. Incordió en todas las salas de proyección. Se lo había tragado la tierra.
     Estaba a punto de abandonar el edificio, amasando rabia por la posible huida de su padre al sofá de casa, prometiéndose que no le perdonaría jamás, cuando su mirada descendió por unas escaleras que antes no estaban allí. Sería, con toda probabilidad, un almacén subterráneo.
     Oyó gemidos y temió la existencia de una secta satánica que operaba en los sótanos de los cines. ¿Quién se iba a enterar de sus misas negras, de sus sacrificios sangrientos, de sus orgías sin fin? Sintió más curiosidad que prudencia. A medio tramo de escalera, escuchó con atención. Lo que allá abajo se estaba cociendo era una barbaridad. Y a juzgar por las risas, de las gordas.
     Carlos empujó la pesada puerta, que más bien parecía el portón de una mazmorra. La gente allí reunida no se refocilaba por los suelos enmoquetados ni usaba prendas sadomasoquistas. Reconoció al instante la película y a su padre sentado en primera fila. Era «Yo hice a Roque tercero». Un acomodador le condujo, linterna en mano, hasta su asiento.
     —¿Ya te has despertado? —dijo a modo de disculpa—. Pensé que un terremoto no te afectaría. Estabas roncando, te lo aseguro.
     —Podrías haber avisado —reprochó Carlos.
     —Volvía del baño, cuando reparé en las escaleras que tú has recorrido hasta encontrarme. Creí que no te despertarías. Y ahora calla, déjame ver la película.
     —Promete que no volverás a abandonarme.
     —¿Cómo?
     —Lo que has oído.
     —Yo no te he abandonado.
     —Peor que eso. Lo has hecho sin que me diera cuenta.
     —¿Es que no vas a dejarme en paz nunca? Quiero ver la maldita película. Haces una montaña de un grano de arena.
     —Soy tu hijo, ¿recuerdas?
     —Muy bien. Tú lo has querido. No te dejaré ni a sol ni a sombra. ¿Estás contento?
     —Promételo.
     —Lo prometo.
     Carlos abrazó a su padre, y no pudo evitar primero una sonrisa, luego una carcajada. No era por la película. Era que por fin, después de tanto esfuerzo, estaban haciendo algo juntos. Aunque fuera lo de siempre.
     —¿A que la mía era mejor que la tuya? —preguntó a la salida del cine, orgulloso de su elección.
     —No lo sabremos nunca —respondió Carlos.
     —Otro día volvemos, no te preocupes.
     Ahora Carlos no puede quitarse de encima a su padre. Desde que descubrió la filmoteca, y sobre todo los descuentos para jubilados, se ha aficionado tanto al cine español que no quiere saber nada de pescar. La semana que viene proyectan un ciclo sobre Joselito. Ya ha adquirido un bono por diez películas.
     A las puertas del cine, presume ante su hijo:
     —Ahora no dirás que no hacemos nada juntos, y encima lo que a ti te gusta.

Vareando nubes
Atlantis, 2012

10 comentarios:

  1. Siempre hay algo que puede unirnos. La cuestión es dedicarse un tiempo para encontrarlo.
    Un abrazo

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    1. Efectivamente, quien busca encuentra puntos de unión con sus seres queridos, aunque ninguna relación es perfecta.

      Un abrazo.

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  2. Es un relato, además de simpático, realmente tierno. Muy apropiado para la fecha que celebraremos mañana, y es que los padres se merecen un homenaje; es fantástico poder compartir con ellos hasta el final.

    Un abrazo y feliz día para mañana, como padre y como Jose.

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    1. Un año más tengo la inmensa fortuna de tener a mis padres cerca, y gracias al hecho de no ser perfectos dan ocasión a cuentos tan disparatados como este.

      Un abrazo.

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  3. Muy bueno, Lobo. Por un momento creí que el padre se iba a meter en la película de Superman, yo lo hubiera hecho, desde luego. Es un relato tierno y emotivo, a su modo.
    Un fuerte abrazo

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    1. Gracias, Laura. Un padre es un poco Superman para su hijo, pero hay que currárselo para no perder los poderes.

      Un abrazo.

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  4. El relato es bonito pero debo decirte que, mi tío, está pressioso. Lo siento, José, la sangre siempre pesó más que la tinta, ajajajja...

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    1. Ya sé, David, la devoción que le profesas a mi padre. Por eso te lo perdono.

      Un abrazo.

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