Nuria es mi mejor amiga y vive en el piso de enfrente. Aunque se
resiste a dejar la sartén en el fuego, la convenzo diciéndole que será sólo un
segundo, que es importante y no puede esperar.
Esto que me ocurre ya no es sólo un cambio de mentalidad inducido por
un tipo misterioso. Se trata de algo también físico que se manifiesta de la
forma más insospechada. No sé si estoy enferma, loca o fumada. No puedo esperar
a que Pedro regrese de la oficina. Debo contárselo a alguien.
—Vaya ojeras, Tina, ¿una noche agitada?
La llevo al salón. Enciendo un cigarrillo de ese paquete que todo
antiguo fumador guarda en alguna parte. Nuria me pide. Con la tensión he
olvidado las normas de urbanidad.
—En realidad, no es lo que crees.
—Tú has follado, no mientas.
La historia del último trabajo ya la conoce, incluso lo raro que era
el señor. Pero no sabe nada de las ideas que me rondan la cabeza últimamente.
Todas hacen referencia a la maldad del hombre y a la urgencia de que las
mujeres tomemos una decisión drástica.
—Suéltalo ya, me tienes en ascuas.
—Acércate, quiero decírtelo al oído. Las paredes oyen.
A continuación le enseño la mancha del sofá. Como no lo pilla, cojo un
plato sucio del fregadero y lo dejo caer. Se hace pedazos.
—Tina,
no gastes bromas. ¿Dónde coño estás?