Antonio
y Tono, mi suegro y mi padre respectivamente, se acodaron en la barra del único
bar abierto a aquellas horas de la madrugada. Eran los últimos parroquianos o
quizá los primeros. El dueño les puso dos cañas y un plato de almendritas sin
que dijeran esta boca es mía.
Mi padre volvió a gruñir que aquel
audífono era suyo, pero no estaba realmente enfadado. Antonio hizo ademán de
quitárselo y devolvérselo, lo cual desató la hilaridad del hombre.
—¿De qué te ríes?
—Un poco de cachondeo nunca viene
mal.
Antonio movió la cabeza de un lado a
otro: no había quién le comprendiera. Tono apuró su cerveza antes de explicarse.
—El audífono ya no me sirve de nada.
De hecho, oigo perfectamente por los dos oídos.
—No jodas.
—Hasta eso puedo hacer. Ventajas de
estar muerto, Antonio.
El aludido tragó saliva y levantó la
mano para pedir otra ronda. Las nuevas bebidas iban acompañadas de un plato de
agritos.
—Quédatelo tú —prosiguió Tono—. Lo
necesitas ahora que estás a punto de volver.
La luz se fue de repente. Creyeron
que el bar cerraba, pero el dueño les sacó de su error: en aquel barrio había
constantes cortes de electricidad.
Antonio hizo la pregunta definitiva.
—¿Volver de dónde?
Meses después de despertar milagrosamente del coma, mi suegro me dijo en un aparte: «No vas a creer lo que te voy a contar».
Ostras, qué bueno, lobo. Magistral.
ResponderEliminarMuchas gracias, Pedro. Como tú, adoro convertir lo inverosímil en posible.
EliminarUn abrazo.
Estupendo!
ResponderEliminar=D
Gracias, Mónica. Le he puesto mucho cariño.
EliminarUn abrazo.
Genial.
ResponderEliminarDe verdad que es muy bueno.
Mi aplauso.
Cuantos más obstáculos pone la vida, mejores ideas se nos ocurren. Gracias, Toro.
EliminarUn abrazo.