Mi amigo Lorenzo llevaba una temporada insistiendo para que fuera a contar mi experiencia al colegio Carlos Arniches de Alicante. La charla tendría lugar en el aula de sexto de primaria. Los alumnos también me entrevistarían para un programa de radio. Sugerí que quizá convendría llamar a alguien dedicado a la literatura infantil y juvenil. Nadie recogió el guante.
Hablar sobre el oficio literario es como hablar de un primo de Cuenca con el que convivo las veinticuatro horas y que se llama igual que yo. La clase bebía mis palabras. No se considera un elegido, sino alguien a quien le cuesta horrores cada cuento que escribe. Durante su turno, los chavales me acribillaron a preguntas. Uno del fondo pidió que leyera algún microrrelato de dos líneas, pertenecientes a Pelusillas en el ombligo (Lastura, 2015). Prometí enviárselos a Lorenzo. Varias chicas quisieron saber mi edad, un asunto de trascendental importancia.
Acuciados por la falta de tiempo, nos trasladamos a la sala de ordenadores. Mientras se subsanaban unas dificultades técnicas, saludé a mi querida Pilar. Ha sido maestra de mis hijos en el colegio. Luego, micrófono en mano, respondí a las cuestiones que plantearon dos alumnos con tanta profesionalidad que les auguro un prometedor futuro en la radio.
Fue un encuentro divertido y enriquecedor. Al llegar a casa, me pregunté por qué no escribo para jóvenes. Supongo que porque los adultos andamos más necesitados de cuentos.