Unos científicos ponen en marcha un acelerador de partículas, pero algo sale mal y el 99% de la superficie terrestre queda sepultada bajo el agua. El buque-escuela Estrella Polar podría albergar a los últimos seres humanos del planeta.
Aclaremos que una cosa es ciencia ficción y otra muy distinta realismo mágico. En el segundo caso, la fantasía se integra de tal manera en la vida cotidiana que a nadie le sorprende. Algo así sucede en El barco. Su encanto radica en la inverosimilitud, de modo que la clave para disfrutarla está en no tomarla en serio. Así pues, aceptemos que en este fin del mundo la comida y la bebida sean infinitas. De hecho, los actores aprovechan cualquier excusa para beberse una botella de Coca-cola frente a la cámara. La publicidad se cobra de este modo su patrocinio.
Hay capítulos que homenajean —o directamente copian— a joyas del cine y la literatura como Los pájaros de Alfred Hitchcock o Frankenstein de Mary Shelley. En este último, Palomares resucita después de llevar horas muerto. Aquí la inverosimilitud roza el esperpento en el episodio, sin duda, más descacharrante.
Magistral me parece la actuación de Iván Massagué encarnando a Roberto Schneider y Burbuja: el villano que crea el proyecto Alejandría y el retrasado con un corazón de oro.
El final
de la serie resulta tan ambiguo como valiente, pues se deja a la interpretación
del espectador. Quizá un guiño a Otra
vuelta de tuerca de Henry James.
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