jueves, 31 de octubre de 2013

EL SEÑOR




















Comenzaba a trabajar al día siguiente y tuve un mal presagio.
            
Me abrió la puerta un mayordomo, me dio instrucciones precisas y se marchó dejándome a solas con el señor.
            
Mis deberes consistían en entregar puntualmente las bandejas del desayuno, la comida y la cena. En ese acto tan simple yo jamás vería al señor. Dejaría los alimentos en la puerta de su dormitorio y me marcharía. Las instrucciones habían sido muy claras en ese punto. El señor vivía enclaustrado y no deseaba que lo molestasen bajo ningún concepto. Se lo podía permitir. Era rico.
            
Durante la noche, soñaba que él se acercaba a mi lecho. Solía mirarme fijamente largas horas y me susurraba al oído en un idioma extranjero. Por la mañana cesaba la confidencia.
            
Ayer la puerta del señor, cerrada siempre como tapa de ataúd, estaba entreabierta. La cama, vacía. Ante la súbita desaparición de quien me susurraba en sueños, el mayordomo me despidió sin contemplaciones. De observarme se habría percatado de que sonreía.

Me siento menos ligera, más pesada. Como si los funerales del amo hubieran sido míos y, en lugar de envejecer, estuviera rejuveneciendo.

lunes, 28 de octubre de 2013

LOS MÓVILES PERDIDOS


Lo peor no era el amasijo de hierros ni la gente pidiendo socorro desesperada. Lo peor eran los móviles sonando en el techo del vagón siniestrado. El policía se agachó y cogió uno. Apretó el botón verde y una voz le hizo tres mil preguntas en un segundo. Trató de contener las lágrimas pero no pudo. Pensó en su familia. Estuvo a punto de colgar, pero en el último instante tragó saliva y dijo:
—Lo siento, señora, no soy Álex ni sé dónde está… Le prometo que haremos todo lo posible. Ahora tengo que dejarla.
—Lo comprendo —escuchó al otro lado de la línea—. Sólo le pido un favor.
—Señora... hay mucha gente aquí que…
—Por lo que más quiera, siga contestando móviles.


Incluido en el ebook colectivo La nevera.

miércoles, 16 de octubre de 2013

AMIGOS



«Siempre he sospechado que la amistad está sobrevalorada. Como los estudios universitarios, la muerte o las pollas largas.»

Este es el potente arranque de la novela Cuatro amigos (Anagrama, 1999) de David Trueba.

Como su título indica, cuatro amigos a las puertas de la treintena deciden terminar el verano a bordo de una furgoneta con un destino incierto. Su intención es quemar los últimos cartuchos de la adolescencia antes de ingresar en la madurez.

Uno de ellos, Raúl, ha entrado en la edad adulta antes de tiempo. Tiene una mujer posesiva y dos gemelos recién nacidos. Su viaje estará vigilado por un teléfono móvil.

Le acompañan Blas, un gordo que supera los cien kilos y que domina el arte de los preliminares con las chicas. Más suerte tiene Claudio, cuyo sueño en la vida es follarse a una novia con vestido y todo. Y no olvidemos a Solo, traumatizado por unos padres que son críticos de profesión (cualquiera no lo estaría).

Solo acaba de recibir una tarjeta de boda de su exnovia Bárbara y, sin ellos saberlo, su viaje de amigos sin mujeres culminará en un banquete orgiástico con declaración de amor incluida.

David Trueba ha sido un descubrimiento como escritor. No lo conocía más allá del cine. Su estilo es ingenioso y ácido, como si escribiera en estado de alucinada lucidez, aunque en ocasiones esto pesa en el ánimo del lector, que lo encuentra algo pedante.

Domina, eso sí, el género de la tragedia envuelta en el papel de caramelo de la comicidad. Si tuvieron amigos como los de esta novela, quizá sientan una punzada de nostalgia, y si no los tuvieron no lloren. La cruel realidad es que tiran más dos tetas que dos carretas.


domingo, 6 de octubre de 2013

VAPEANDO ESPERO























¿Se imaginan a Humphrey Bogart fumando en cigarro electrónico? ¿O a Sara Montiel cambiando la letra de su canción más famosa?

Fumar cigarrillos, eso que hasta hace pocos años era señal de distinción, de clase, se está convirtiendo en poco menos que un anacronismo. Ahora lo que se lleva es vapear. El cigarro electrónico permite echar humo por la boca sin molestar al vecino, sin helarse en invierno, sin tragarse toda la porquería que lleva el tabaco y, sobre todo, sin dejar atrás ese glamour de las estrellas.

No soy fumador, pero siempre me ha gustado echar humo por la boca. Ahora puedo hacer mi sueño realidad gracias al cigarro electrónico, es decir, puedo regular mi dosis de nicotina o fumar sin nicotina. Y encima con diversos sabores. No soy un caso único ni un bicho raro. Un 3% de la población se ha enganchado a vapear sin nicotina.

Como soy poco más que un fumador imaginario, no noto el ahorro en el bolsillo, pero mi mujer sí. Ella ha sido la primera en caer gustosamente en las redes del invento. Y está encantada. Las próximas en caer serán las tabacaleras.

Igual mi padre, que se dejó el tabaco por el bien de su familia hace veinte años, vuelve a fumar. Recuerdo que las paredes de la salita estaban negras y que mi madre se lo echaba siempre en cara.

Mis hijos también nos han pedido una calada de cigarro electrónico. Se la daremos, conscientes que, de mayores, buscarán experiencias más alucinógenas.

martes, 24 de septiembre de 2013

LA TORMENTA























La lluvia comenzó a calar y los jugadores corrieron a refugiarse. Nunca supieron que los rayos y los árboles se aman en secreto.


Desde hace bastante tiempo, la escritora Esther Planelles y un servidor nos presentamos semanalmente al concurso de microrrelatos Cuenta 140, organizado por El Cultural y conducido por Juan Aparicio Belmonte. Siempre bajo el seudónimo de RIP, esta semana hemos resultado ganadores.

domingo, 1 de septiembre de 2013

LA HUIDA


















Pronto correré monte arriba y no me veréis la hirsuta pelambrera en un mes. Me cojo vacaciones de humano. Antes de transformarme, una noticia de última hora: mi artículo Lobo en Roma aparece en el monográfico La huida de la revista alicantina Salitre Cultural. Muchas gracias a sus responsables por tal irresponsabilidad.


miércoles, 14 de agosto de 2013

ÁMBAR


















—Una entrada, por favor.
Observé enseguida que una gota perlaba su frente, y eso que el aire acondicionado estaba a tope. Advertí la suspensión de sus dedos frente al teclado del ordenador, lo inaplazable de su duda.
—Disculpa, ¿me puedes enseñar el carnet? Es que pareces muy niño para la guerrera que llevas… y esta es una película no recomendada a menores de dieciséis años.
Me sentí furioso primero; después tentado a huir. Un océano de sangre bombeaba en el interior de su yugular.
—Puede que no me crea, pero le aseguro que supero con creces el mínimo de edad permitida. Tengo ciento veinticinco —dije sacando pecho.
—Anda, tunante, te dejo pasar. Pero la próxima vez inventa un cuento de Halloween mejor.




lunes, 5 de agosto de 2013

DE LA LITERATURA NO SE VIVE





















Enciendo la televisión este verano y me encuentro a la escritora Lucía Etxeberría en un reality show. Campamento de verano se llama. Qué mal está la literatura, pienso. Y no voy desencaminado.

Es de dominio público que la escritora fue al concurso por unas deudas con hacienda, y en pocos días debió de ganar más dinero que redactando una novela. No me extraña: quien pretenda hacerse rico hoy en día escribiendo está para que lo encierren. Y quien pretenda ganarse un lugar en la historia de la literatura que publique un libro en morse.

Los escritores también somos seres humanos y la noche nos confunde. Así pues, en mitad de la madrugada, Lucía salió como alma que lleva el diablo de la tienda que compartía con varios maromos. Por culpa de unos movimientos y gemidos equívocos, pensó que uno de ellos se estaba haciendo una pajilla. Y lo cascó antes de verificarlo.

A estas alturas, todos deberíamos saber a qué se exponen quienes aceptan participar en estos concursos, ellos los primeros, pero yo sentí vergüenza ajena por la forma en que destrozaron la imagen del chico en el plató de televisión, llamándolo incluso «el pajillero de España». Los leones del circo romano eran gatitos al lado de tanto buitre en busca de carroña.

En nuestro país, desafortunadamente, se da crédito a quien acusa y apenas existe la presunción de inocencia. Famosos de todos los ámbitos se ven diariamente en esta tesitura, desde cantantes hasta deportistas o políticos. Cuando son juzgados y, en algunos casos, se demuestra su inocencia, ¿a quién coño le importa ya? Y lo que es peor, ¿quién les devuelve su prestigio? La difamación es gratuita y da morbo.



 

lunes, 22 de julio de 2013

DESPISTE
















—Cuerpo de chicle.
—Será Cuerpo de Cristo —dijo indignada la feligresa.
—Lo siento, no volveré a perder las formas —se disculpó el cura visiblemente consternado.

Incluido en el ebook colectivo La nevera.

lunes, 8 de julio de 2013

LOBO EN ROMA


















En mi opinión, un turista viaja a Roma por tres razones: es un enamorado de la historia del arte, posee un fuerte sentimiento religioso, o ambas. Eso lo saben las compañías de viajes, que preparan tours dirigidos a esta clase de público. Al resto que nos folle un pez.
            
Existe una cuarta razón, pero me la voy a guardar para mí. Igual alguno de vosotros la deduce, pues en cualquier historia que se precie cuentan más los silencios que las palabras.
            
Nos recibe el aeropuerto de Fiumicino con nublada sonrisa. Subimos sin dilación a un autobús, que vuela a la ciudad de Roma, donde aguarda el primer plato de pasta. A estas alturas habréis notado que no voy solo. Me acompañan veinticinco viajeros: una madre que pronto se pierde entre su grupo de amigas catequistas, con gran alborozo por mi parte; un cura y sus dos sobrinas adolescentes, y finalizando la ecuación, mi mujer.
            
Masticando aún un macarrón y sin poder tirarnos un buen pedo, iniciamos la visita a la Ciudad Eterna. El conductor se presenta como Gigi; vende agua. Pronto averiguaré que todos los conductores la venden. La guía se llama Diana y, además de atractiva, es un libro de historia del arte. Para que luego digan que las guapas son tontas.
            
No tardo en descubrir que, aquí en Roma, mejor un día pocho que uno despejado. El sol derrite las ideas que va desgranando la guía. En la puerta del Coliseo me fijo que el adoquinado de la calzada oculta tesoros entre sus ranuras. Mi hijo se llenaría los bolsillos de pedazos de vaya usted a saber.
            
Diana reparte móviles para que no perdamos detalle de la narración sin el inconveniente de asfixiarla. Será una práctica común el resto del viaje. El Coliseo parece una gran calavera donde falta la carne. Observando sus cuencas vacías, aún me parece que suena el entrechocar de las espadas o el rugido de un león.
            
Me faltan ojos. Allá donde mires ves un monumento, y no exclusivamente de piedra. En la escalinata que sube a la plaza del ayuntamiento se desarrolla la primera escena de la película To Rome with love, del genial Woody Allen. Y resbala que te cagas.          
            
La guía se despide hasta mañana y Gigi nos deja tirados. Mientras unos desprevenidos turistas visitaban el Coliseo, ha realizado un servicio sin contar con la agencia y, por supuesto, sin contar con nosotros. Nos recoge con hora y media de retraso.

Gigi es el retrato del italiano vividor, despreocupado y algo mafioso. Hasta las señoras más cristianas del grupo reclaman vendetta. Al cura se lo llevan todos los diablos, sobre todo cuando el muy truhán explica que ha tenido un accidente con cuatro camiones. Estoy seguro de que, en otra circunstancia, el padre le hubiera dado cuatro hostias.



















El nuevo chófer se llama Fabrizio. No faltan rezos y cánticos cristianos para saludar la jornada. Enchufo mi mp3.

En las catacumbas de santa Priscilla hace un frío que pela. Mi mujer me deja una camiseta de manga larga. Atravesamos una desolación de tumbas vacías y pasillos mal iluminados. Miro los corredores prohibidos con deseo.

Diana nos recoge con una sonrisa. No sé si lo he dicho, pero tiene gran parecido físico con la actriz Audrey Hepburn. Como el día anterior, reparte micrófonos con un auricular. Todo un invento. En la basílica de San Juan de Letrán, mi madre exclama ante la estatua de Constantino: «Si tuviera un mochico le limpiaba el polvo». No tiene remedio.

Siempre que abandonamos el bus, la guía advierte que no olvidemos nada. Sin embargo, las señoras son un peligro. Una mochila, una muleta, un rosario comprado apresuradamente. Después de comer, se aparece el fantasma de Gigi, pero otro chófer recoge puntual al grupo en nombre de Fabrizio.

Por la tarde dejan que estiremos un poco las piernas. Callejeando callejeando Roma nos conduce a la Fontana de Trevi. Está abarrotada de gente bajo el sol implacable de junio. Tiro la jodida moneda y le doy a un japonés en el ojo. A menudo suena el silbato de la policía; algún listillo mete la mano en el agua.

Es hora de gastar unos euros, pero a la hora convenida un par de señoras no aparecen. Mi mujer va a buscarlas. Continuamos nuestro paseo y encontramos más gente sentada alrededor de otras fuentes. Lo que les gustarán las aglomeraciones a estos italianos.

Durante la cena, el cura invita a una botella de vino blanco. La siguiente noche lo haré yo, y así sucesivamente. Me he traído un síndrome de abstinencia terrible pero nada de fe.



















Fabrizio atraviesa la ciudad encapotada, que se despereza lentamente. Voy a tasar el oro del Vaticano, un encargo de José Luis. De momento, una larga cola de serpiente rodea la muralla. Es lo que toca si no reservas con antelación.

El Vaticano es un país: tiene su banco, su helipuerto, su propia moneda y hasta una guardia especial, la suiza. En los museos, siglos de historia nos contemplan desde los ojos del Laoconte o los frescos de la Capilla Sixtina. A estas alturas, no me sorprenden ni los empujones ni los codazos, pero sí las constantes llamadas al silencio por parte de los vigilantes. Parecen viejas en un velatorio.

A la hora de la siesta recalamos en la plaza Navona, una especie de corazón para pintores estrafalarios, rastafaris y estatuas humanas. Me pierdo en la librería Spagnola, donde acabo comprando una taza para mis tardes de té y letras. Diana se despide del grupo, que acuerda reunir una propina.

Hoy es 24 de junio, noche de la Cremà, y siento cierta nostalgia repugnante de las Hogueras. Noticias tristes llegan de España. Un niño de ocho años ha muerto víctima de un petardo.
























Ayer el tiempo refrescó y llegué al hotel como un témpano de hielo. Es una suerte que me haya traído pantalones largos. No sé si os he contado que en el grupo viaja una ciega, cuya acompañante a veces acelera como un sidecar. También viene un cantor. Es un jubilado muy servicial que, cuando está contento, recita versos de Miguel Hernández.

Pasamos la mañana en Asís. Como no me convence el aseo zarrapastroso que sugiere la guía, escapo mientras mis compañeros visitan una iglesia, pido un café italiano y disfruto de quince minutos en un inodoro en condiciones.

El restaurante donde comemos es cojonudo, aunque esté perdido entre las callejuelas medievales de Asís. Es la primera vez que no sirven pasta y a punto estoy de emocionarme.

La última noche en Roma me acuesto pronto. Mañana nos despiertan a las cinco y media para asistir a la audiencia papal en la plaza de San Pedro. En la habitación de al lado montan una juerga. Horror. Son jóvenes de quince o dieciséis años. Uno de ellos bebe un vaso de vodka. Le sienta mal. Pasa la noche entre arcadas sin que nadie de recepción se apiade de nosotros. Mi mujer ronca tan a gusto que la despierto.



















Estoy bastante despejado para no haber pegado ojo. Metemos las maletas en el autobús. En un abrir y cerrar de ojos nos depositan en una cola como las que se forman para un concierto de Bruce Springsteen. En una mano llevamos una bolsa con el desayuno. Afortunadamente, quedan asientos libres en la plaza. Falta hora y media para el acto. Bajo un sol de justicia nos disponemos a esperar de la mejor manera posible, algunos echando un sueñecito.

El Papa Francisco llega alrededor de las diez. Desde mi posición, no distingo el vehículo que lo transporta, y se asemeja a un fantasma flotante. Habla sobre la igualdad desde su palco en sombra. Lo traducen a seis o siete idiomas. Antes lo hacían a más de veinte. Las doscientas mil personas allí congregadas agitan banderines. Me imagino al joven de quince años empuñando la botella de vodka, preparado para lanzarla.

He visto Roma untada encima de una tostada. Espero volver algún día, ahora que sé que no se diferencia de cualquier ciudad mediterránea y que su idioma es fácil de entender. El Vaticano, desde luego, no lo piso más. Me voy sin probar la pizza: porca miseria.




lunes, 1 de julio de 2013

FE


















—Acuérdate, hija, de no juntar…
—Tranquilo, mamá me ha echado —dice muy segura.
—Ya, cariño, pero sabes que los piojos son muy listos y a la que te descuides saltan de una cabecita a otra.
—Ya, pero mamá me ha echado.
—De todas formas, intenta…
—¿Estás sordo o qué? Te digo que mamá me ha echado.

lunes, 17 de junio de 2013

UN VIAJE INESPERADO























El año pasado Woody Allen estrenaba A Roma con amor, una comedia en la que se cuentan cuatro historias independientes con un escenario común: la ciudad de Roma. No podía imaginar entonces y ahora aún no acabo de creer que viajaría a la Ciudad Eterna. Serán pocos días pero intensos.

La satisfacción es doble porque, por primera vez en mi vida, me pierdo las Hogueras de San Juan. Ya sabéis que no les tengo demasiado afecto. Cualquier alicantino me entenderá.

Os dejo con una mujer que me tiene enamorado, la cantante de Limboteque. Hasta pronto.




lunes, 10 de junio de 2013

TUYO























Ya advierte Álvaro de la Riva en el prólogo de Mío y otros relatos que te cagas (Amazon, 2012) que prefiere escribir a mirar las noticias. Y nosotros se lo agradecemos. Si hay algo de lo que estamos hartos es de realidad. Necesitamos fantasía, extravagancia, locura. Todo eso y mucho más encontraremos en su nuevo libro.

Se trata de doce historias breves al estilo de revistas de terror y ciencia ficción como «Creepy», aunque con una variedad temática que hará las delicias de cualquier lector. Una novela corta, «Mío», sirve de remate chupóptero.

Apreciamos el gusto del autor por los finales sorpresa, donde resaltan la contundencia y la sencillez. En ocasiones, todo en el cuento nos lleva a ese final; la historia no podría acabar de otro modo. Así, en «Buen viaje» no nos extraña nada que el protagonista termine con un ataque de nervios, por decirlo de un modo fino. Más de uno se sentirá realizado como persona. Otra veces se produce un giro inesperado, una vuelta de tuerca. Es el caso de la asfixiante «Buenos vecinos».

Habla Cristina Fernández Cubas de la «verosimilitud de lo insensato» para referirse a la norma que debe regir todo buen cuento fantástico. En la mayoría de los relatos de Álvaro de la Riva asistimos a la conjunción admirable entre lo paranoico y lo sabio. Y no sabemos si reír o llorar. O ambas cosas. Es el caso de «Primer aniversario», donde un novio regala a su prometida algo inquietante. O de «Juicio justo», una sátira social de las leyes podridas que defienden a los urdangarines mientras condenan a los inocentes.

También hay sitio para el sentimentalismo gamberro que tan buenos resultados le dio en la novela Parásitos. A dos historias de amor que trascienden la muerte, le sucede «Miserere Mei», la explicación definitiva de por qué fracasamos invariablemente en los concursos literarios: «Yo tenía un cierto nombre y algunas de mis obras, muy bien recibidas por la crítica, bastaban ya por sí solas para justificar un triunfo, aunque fuera a través de la mayor mierda jamás cagada.»

El estilo aparentemente deshilachado de los cuentos no está reñido con cargas de profundidad literaria: «A día de hoy, a menudo me incorporo en mi cama y bajo al suelo, y me agacho hasta poner mi barbilla a la altura adecuada, y entonces dejo que el Hilo de Plata nos conecte de nuevo con aquel momento que quedó impregnado en el papel fotográfico del Universo.»

Lo he pasado cochinamente bien leyendo a Álvaro de la Riva. Lo digo no porque sea un amigo, que lo es. Tampoco para que él diga lo mismo de mí. Lo digo porque sólo una mente enferma es capaz de escribir algo que merezca la pena.




lunes, 3 de junio de 2013

DOS MÁS DOS


















Swinger es una palabra inglesa que significa «desinhibido». Se refiere al comportamiento que acepta la ampliación del horizonte sexual en pareja.

Como pone de manifiesto la película argentina Dos más dos (Diego Kaplan, 2012), una de las prácticas habituales del swinger es el intercambio. Betina y Richard les proponen un ménage a quatre a unos amigos de toda la vida, Diego y Emilia. Diego, el más conservador de los cuatro, se niega en redondo. Realmente te metes en la piel del personaje interpretado por Adrián Suar; sufres con su dilema. Por un lado, su mujer le pide experiencias nuevas; por otro, está profundamente enamorado. Al final cede, descaradamente obligado por el resto. Me recordó a la novela Soy leyenda de Richard Matheson.

En la segunda parte de la película se produce una curiosa inversión de papeles. La pareja conservadora se relaja mientras un swinger de la pareja abierta comienza a sentir unos celos atroces. El cóctel puede ser explosivo.

Nos encontramos ante una comedia ligera de cascos, donde dominan los diálogos ingeniosos y la sensualidad de las actrices, donde la dicción y las expresiones propias de la lengua argentina no restan.

Personalmente, disfruté mucho de la historia, quizá porque en el fondo todos fantaseamos y quienes digan lo contrario mienten. No conozco la clave para matar el aburrimiento en pareja, pero es mejor no inspirarse en las escenas de cama del cine español.





domingo, 26 de mayo de 2013

ADIÓS















—Se ha ido uno de los grandes —informa la locutora de manera grandilocuente.
Lloro sobre el mantel porque acabo de pagar con un billete de cincuenta la factura del restaurante. No celebro más cumpleaños.

domingo, 19 de mayo de 2013

VOLUNTARIO


















Mayo es el mes de las flores, de la Virgen, del buen tiempo… y se cumple mi primer año como voluntario para una asociación de Alicante llamada Dasyc.

Gracias a mi peculiar trabajo, tengo la fortuna de poseer las mañanas libres. Por eso, elegí pasar un par de horas a la semana con una persona mayor.

Me confiaron a José Luis Ruíz Dangla, un hombre aún relativamente joven. Es parapléjico y vive en un cuarto piso sin ascensor. Algo tan sencillo como salir a la calle, algo tan a la mano de cualquiera es un mundo para él.

Desde el principio, Cruz Roja se comprometió a bajarlo a la calle una vez por semana. Y han fallado más que la escopeta de un guardia. Unas veces por falta de voluntarios, otras porque se había estropeado la silla mecánica, otras por el tiempo (aún no se han enterado de que en Alicante siempre hace bueno). Y cuando venían, apenas disponíamos de dos horas de libertad en silla de ruedas. Casi siempre se demoraban en recogerlo. Si preguntabas por la exasperante impuntualidad, no te respondían. Somos ganado.

A José Luis no le ha quedado otra que rascarse el bolsillo para comprar su propia silla mecánica. Ni Cruz Roja ni la casa que se la ha vendido han previsto mandar a un profesional que nos enseñe a manejar el Terminator. Lo ha tenido que pedir como favor especial. A uno le entran ganas de gritar: eh, capullos, dejad de perder masa encefálica en el gimnasio y venid a hacer algo útil.

José Luis y yo tenemos dos cosas en común, aparentemente contradictorias. Somos ateos y nos gustan los temas paranormales. Estos asuntos nos han proporcionado muchas charlas, muchos cafés, muchas risas. Y por supuesto, una opinión de Cruz Roja. Valoramos el esfuerzo individual de sus voluntarios, empañado por una nefasta organización de sus recursos. Ahora vas y te afilias.

domingo, 5 de mayo de 2013

PASTILLEROS

















La mañana que mi madre llegó con la noticia, pensé que había bebido demasiado vino de consagrar. «Que Dios me perdone por jurar en vano, pero juro que es cierto», insistía mientras la observaba incrédulo.
     
     No obstante, le di un voto de confianza y esperé hasta la misa de tarde. Era lo menos que podía hacer. «Ven, compruébalo tú mismo, condenado Santo Tomás», dijo agarrando la manga de mi cazadora y arrastrándome a la puerta de la iglesia sin ocultar un ápice su satisfacción.
     Allí solía hacer su agosto un pobre de barba frondosa y uñas negras. Me froté los ojos. No estaba. En su lugar, había un cobrador. Se sentaba en una austera silla plegable y resolvía crucigramas. De su cintura colgaba una riñonera. La entrada valía seis euros.
     Una gitana se negó a pagar alegando que aquello no era una casa de citas, sino la casa de Dios. Y la casa del Padre estaba abierta a todo el mundo sin distinción económica, de raza o condición. El tipo se encogió de hombros y extendió la mano dando a entender que no haría la vista gorda.
     La explicación del párroco en la homilía, donde la gente se encaramó a las pilas de agua bendita, nos dejó helados. La falta de financiación a la que se enfrentaba la Iglesia, ninguneada por el presidente del gobierno, era el motivo por el cual se veía obligada a cobrar a sus feligreses.
     Pese a no tratarse de una cantidad excesiva, muchos sucumbieron a la nueva ley, frecuentando menos el templo o simplemente poniendo pies en polvorosa a otras religiones gratuitas. Pero mi madre no se dejó arredrar. «Tiempos peores para la cristiandad fueron los de la Guerra Civil o el Circo Romano», solía repetir para animarse.
     Dicen que los caminos del Señor son inescrutables. Ella y otra catequista se entregaron a la tarea de especular con otra fuente de ingresos. Y la hallaron. Más en el infierno que en el cielo, pero el diablo fue una vez ángel. Ciertos contactos en la diócesis les facilitaron una audiencia con el obispo. Las mujeres fueron francas: ahora que el Estado había cortado el grifo, sin sangre nueva aquello se iba al carajo. Expusieron su plan.
     En contra de lo previsto, la ola imperante de ateísmo favoreció el despunte de la religión. Extraños seres con el pelo en forma de cresta, con el cuello adornado de pinchos, con la mirada extraviada acudían a comulgar. De hecho, por primera vez en décadas, la iglesia estaba rebosante de jóvenes alegres de ser cristianos. Las sagradas formas se redujeron a la mínima expresión. Ahora eran diminutas. Conservaron su mística redondez, pero adquirieron la sensualidad, la provocación de una cara, de un trébol, de una estrella.
     La prensa no tardó en hacerse eco. Hubo quienes se escandalizaron por lo que consideraban una grave falta de respeto. Se rumorea incluso que una pava entró en éxtasis al comulgar. Luego resultó que era ingravidez por falta de comida.
     Un día no pude más y abordé a mi madre en su piso.
     —¡¿Os habéis vuelto locos?! —grité como un energúmeno.
     —No sé a qué te refieres.
     —No te hagas la sueca. He descubierto un pequeño arsenal en tu crema para las arrugas.
     —Son ilusiones ópticas, una perfecta imitación aprobada por el Vaticano.
     —Pero cuando los chavales se den cuenta…
     —¿Crees que son tontos? Lo que ocurre es que agradecen que se introduzca un cambio. Es su naturaleza. Y pronto habrá más novedades.
     —Tú lo has dicho. No son tontos. Si no les hace efecto, no se tragarán ni una sagrada forma con forma de pastilla. Y entonces, adiós jóvenes.
     —Bueno, por una razonable cantidad, les organizamos algunos botellones en el salón parroquial, y luego el dueño de un microbús que perdió a un hijo en accidente los devuelve a casa. Los padres están encantados.
     —¿Botellones? —la miré horrorizado.
     —Las cosas cambian, hijo. Incluso el Papa ha reconsiderado su postura, y tras muchos siglos de retraso, nos vamos a poner las pilas.
     La expresión «ponerse las pilas», dicha por una señora de setenta años, no dejaba de tener su gracia. No pude menos que sonreír. Pese a ello, me aterraba aquel cuento de Navidad que se estaba desarrollando ante mis ojos, sobre todo porque temía que se desvaneciera como un castillo de naipes.
     Ella notó que buscaba el gato encerrado. Con la intención mal encubierta de que visitara el templo, me dio un recado antes de zanjar nuestra discusión:
     —Tú dile a ese blando de don José María que no sea tan quejica con las chupas de cuero tachonadas, las cadenas roqueras, las botas militares. Es preciso estar a la moda. Conectar con los troncos. Que traigan a sus pibas.
     Una beata me abordó en plena calle para quejarse de las novedades en la eucaristía y, de paso, cotillear sobre mi madre.
     —La noto un poco rara últimamente, ¿qué le ocurre?
     —¿Por qué lo dice?
     —Ya no habla de enfermos, ya no escucha misa diaria, ya no reza. Y cuando se le pregunta, gruñe que la dejen en paz, que está buscando ovejas. No quiero imaginar qué clase de compañías...
     —Es una edad difícil. Demasiadas pastillas, ¿sabe?



FELIZ DÍA DE LA MADRE
Lo podéis escuchar en la voz del poeta David Revert


Entradas populares

Vistas de página en total